miércoles, 8 de agosto de 2012

Veranos literarios (IV): Costa Brava


"El mar visto desde un soportal. ¿Existe una
cosa más prodigiosamente bella?" (J. Pla)
El 12 de septiembre de 1908, el poeta Ferran Agulló escribió un artículo en el periódico La Veu de Catalunya titulado Per la costa brava: fue la primera vez que apareció este término (en minúsculas) para denominar la zona que se extiende desde la desembocadura del río Tordera hasta la frontera con Francia, en Portbou. El apelativo no convenció a todo el mundo: algún historiador quiso que se llamase Costa Grega, un par de escritores quisieron rebautizarla como Costa del Corall o Costa Serena, y también se habló de dos nombres más: Costes del Llevant y Marina de la Selva.
A pesar de estas pequeñas incidencias, el nombre tuvo tirón y éxito: se trataba de la primera denominación turística de España. Antiguamente, sólo algunas familias ricas de Figueres o indianos con fortuna se aventuraban a bañarse en estas remotas calas a las que se accedía por caminos prácticamente intransitables y que sólo frecuentaban los pescadores de la zona.
En la década de los veinte se abrió el primer hotel, en Lloret de Mar, y a partir de ese momento el paisaje inigualable de costa y pinos azotados por la tramontana, su luz y la bondad del clima atrajeron a lo más granado de la sociedad catalana. La tradición artístico-literaria de la comarca comenzó su andadura con la invitación que Salvador Dalí cursó a García Lorca y a Buñuel para que lo visitaran en Cadaqués. Pronto se unieron a ellos estrellas de cine como Ava Gardner y Douglas Fairbanks y más adelante la gauche divine barcelonesa.
El 26 de abril de 1960 llegó a la Costa Brava uno de sus más célebres visitantes: Truman Capote apareció en Palamós con su Chevrolet cargado hasta los topes. Iban con él su pareja, Jack Dunphy, un viejo bulldog, un caniche ciego y una gata siamesa y llevaban veinticinco maletas. Se alojaron en el acogedor hotel Trías, propiedad en aquel momento, y también en la actualidad, de la familia Colomer. Capote venía con más de cuatro mil folios de apuntes sobre un crimen que había sucedido apenas cinco meses antes: el asesinato de la familia Clutter en Kansas. Su intención era encerrarse para terminar de escribir A sangre fría. El escritor y columnista del Washington Post, Robert Ruark, le había aconsejado que fuera a la Costa Brava para concentrarse en escribir y huir de los excesos de las noches neoyorquinas.
Al poco tiempo de llegar a Palamós, Capote cambió el hotel Trías por una casita de la playa de La Catifa. Parece ser que la mayoría de los lugareños ignoraban quién era, lo tomaban por otro excéntrico inglés, de los muchos que veraneaban por la zona. Y aunque Capote pasaba el tiempo trabajando en su novela (escribía día y noche enfundado en varios pijamas, siempre de seda, encima de la cama, a lápiz), apreciaba y sabía disfrutar de las bondades y bellezas de la costa. Le encantaban Palamós, los pescadores (se ponía a escribir cuando éstos zarpaban del puerto a las cinco de la mañana), el ajetreo del mercado, el ambiente relajado y el suquet de peix. Iba todos los días a la misma librería para comprar la prensa de su país y hacía una parada en la pastelería Samsó para aprovisionarse de ginebra y ginger ale. Finalmente, su estancia se alargó durante tres veranos (de abril a octubre). En 1962 quiso comprar la casa en la que se alojaba en ese momento, en Can Canyers, una maravillosa mansión sobre el mar repleta de mimosas y pinos, para quedarse a vivir allí, pero Dunphy, su pareja, ya se había cansado de la Costa Brava y prefería los Alpes, así que convenció a Capote para que comprara una casa en Verbier. Nunca regresó a Palamós.
Desde luego, A sangre fría es una buena lectura para viajar a la Costa Brava, pero para conocer bien el enclave nada como llevar algún libro de Josep Pla, auténtico cronista de la zona (escribió por encargo de la editorial Destino varias guías). Nadie como él supo plasmar con tanta emoción e ironía la belleza de todos sus pueblos. Natural de Palafrugell, el recuerdo del escritor está muy presente y hay varias rutas literarias por todo el litoral que ilustran su vida y sus obras.
La Costa Brava ha sido desde siempre fuente de inspiración para escritores y artistas. El poeta Luis Alberto de Cuenca, asiduo visitante veraniego, ha escrito muchos poemas allí. Uno de ellos se titula Aiguablava: "Aquí, en la biblioteca de las olas [...] donde regresa la ilusión perdida / a repoblar el mundo de emociones".
Hace sólo un par de años que fui por primera vez a la Costa Brava. Y era pleno invierno. La bonanza del clima se dejaba sentir, aunque no tanto como para chapotear en unas aguas turquesas que imagino frías y tonificantes incluso en verano. Tanto los pueblecitos de la costa como los del interior son casi de cuento de hadas. Un pintoresco y distraído camí de ronda enlaza Calella con Llafranc y llega hasta el faro de Sant Sebastià. Después de recorrerlo, nada mejor que reponer fuerzas con un deliciosísimo arroz frente al mar en el Tragamar de Calella. Más que leer un libro u otro, este consejo gastronómico es mi recomendación principal de la Costa Brava: el arroz del Tragamar.

"A las doce, las personas serias toman el baño de entrar y salir" (J. Pla)

La casita de la puerta azul: una probable sede de la
Biblioteca de Redfield Hall en la Costa Brava

5 comentarios:

  1. ¡Oh, sí! Esa casita de la puerta azul parece ideal. En cuanto a arroces, un arroz marinero en el Hotel El Far, junto al faro de San Sebastiá, gozando de una de las mejores vistas de toda la Costa Brava, es también muy recomendable.

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  2. Amén, querida bibliotecaria.

    La paseadora de Lisa

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  3. Elena, tomo nota del arroz marinero para el próximo viaje. El faro es precioso y desde allí las vistas son una maravilla.

    Señora paseadora: amén, efectivamente.

    ¡Abrazos!

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  4. Muy bellos tus veranos literarios.
    Gracias por el placer de estas lecturas.
    Saludos.

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  5. Muchas gracias, Pilar. Me alegra mucho que te hayan gustado.
    Abrazos.

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