domingo, 27 de noviembre de 2011

De la independencia de la crítica literaria

En la interesante colección Pensamiento de la editorial Alba apareció hace ya unos años un volumen que recopilaba algunos de los ensayos más certeros de William Hazlitt (1778-1830), considerado como el crítico literario británico más importante después de Samuel Johnson (1709-1784). Este libro, El espíritu de las obligaciones y otros ensayos, no es, pues, una novedad editorial; sin embargo, los temas que trata están de plena actualidad desde hace algunas semanas.
El señor Hazlitt ejerció como crítico en varias publicaciones periódicas, entre otras, el Morning Chronicle, el Edinburgh Review, The TimesThe Examiner. Fue uno de los primeros críticos profesionales y encontró en la prensa escrita un acomodo perfecto a su estilo ágil y preciso y a su lenguaje "familiar" ("escribir en un  genuino estilo familiar, o en un estilo verdaderamente inglés, es escribir como hablaría cualquiera, en una conversación corriente, que ejerciera un completo dominio y selección de las palabras o que pudiera disertar con facilidad, fuerza y perspicacia"). Hazlitt jamás ejerció la crítica desde la pedantería o la floritura, y tenía muy claras las diferencias que existen entre el humor y el ingenio, entre el sentido común y la opinión vulgar y entre la sabiduría y la elocuencia. Siempre hablaba de sus escritos críticos con gran humildad y modestia (a pesar de la gran influencia que ejerció en célebres escritores de su época y posteriores, como Jane Austen, Robert Louis Stevenson, Thomas Hardy, Wilkie Collins y Virginia Woolf, según ellos mismos reconocieron), y comentaba que tenían poco de admirables excepto "mi propia admiración por la obra de los demás".
A comienzos del siglo XIX, la época en la que vivió Hazlitt, la democratización de la cultura (crecía la masa social que tenía acceso a los libros y las artes) propició que a un autor ya no lo juzgaran únicamente sus iguales (otros escritores, académicos, etcétera), como ocurría hasta ese momento, y la crítica adquirió un nuevo estilo, más cercano al lector común. Hazlitt (cuyas influencias van desde Burke a Wordsworth) concebía la crítica casi como un ejercicio de "instrucción pública" y nunca se dejaba llevar por personalismos o falsas percepciones, manteniendo siempre su independencia (su empatía con la obra que criticaba no impedía que señalara sus defectos). Es el paradigma del crítico que no se somete a las conocidas bajezas del mundo literario. La cuestión es si los profesionales de la crítica periodística (al margen queda la crítica literaria académica) desde ese momento han ejercido la independencia y la solvencia que se les suponía. La recepción de la literatura en la actualidad está haciendo temblar los pedestales en los que placenteramente vivía la crítica periodística, y ha quedado al descubierto todo un sistema de favores, endogamias, nepotismos y amiguismos que llevaban funcionando desde hace décadas. Por eso, la recuperación de la crítica profesional ajustada, documentada y, sobre todo, independiente debería considerarse una obligación del entramado literario.
El espíritu de las obligaciones recoge ensayos relacionados con la literatura y la filosofía. Son impagables algunos de ellos, como el dedicado a los críticos de lugares comunes ("es asombroso lo acordes que están este tipo de personas entre sí; cómo se agrupan en manada por sus opiniones; qué tacto tienen por necedad; qué instinto por lo absurdo; qué simpatía en el sentimiento; cómo se hallan unos a otros por signos infalibles"), el que versa sobre el ingenio y el humor y el que trata el estilo familiar. La lucidez, la independencia, la prosa vigorosa y la inteligencia del señor Hazlitt son las principales características que debería tener una crítica literaria solvente.

Por lo general, los escritores contemporáneos pueden dividirse en dos clases: amigos o enemigo nuestros. Sobre los primeros estamos compelidos a pensar demasiado bien, y sobre los últimos estamos dispuestos a pensar demasiado mal, a recibir mucho placer genuino de la atenta lectura, o a juzgar honradamente los méritos de cada cual. Un candidato a la fama literaria, que acaso sea conocido nuestro, escribe excelentemente y como un hombre de genio; pero, por desgracia, tiene un rostro ridículo, que afea un pasaje delicado; otro nos inspira el mayor respeto por su talento y carácter personal, pero no está por completo a la altura de nuestra expectación de la letra impresa. Todas estas contradicciones y detalles mezquinos interrumpen la tranquila corriente de nuestras reflexiones. Si quieres saber qué fue de los autores que vivieron antes de nuestra época, y que son aún objeto de ansiosa investigación, sólo has de asomarte a sus obras. Mas el polvo, el humo y el ruido de la literatura moderna nada tienen en común con el aire puro y silencioso de la inmortalidad.

Hazlitt, William, El espíritu de las obligaciones y otros ensayos [On the Spirit of Obligations y otros], Alba, Barcelona, 1999. Traducción de Javier Alcoriza y Antonio Lastra. Rústica, 296 páginas.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Compañeros de fatigas literarias

Los editores de Errata naturae se llaman Rubén Hernández e Irene Antón. Rubén e Irene son muy modestos. En la contraportada de una de sus más recientes novedades, Perros, gatos y lémures. Los escritores y sus animales, señalan que tuvieron "una ocurrencia" cuando les propusieron a algunos autores españoles que se acercaran al mundo de los animales y escribieran sobre ellos. Una 'ocurrencia' es, según el DRAE, una "idea inesperada, pensamiento, dicho agudo u original que ocurre a la imaginación". Y aunque este proyecto participa de lo anterior, lo que tuvieron los editores de Errata naturae fue una idea fabulosa que se ha materializado en un maravilloso, delicado y precioso libro que se convertirá, sin ninguna duda, en uno de los títulos imprescindibles de esta temporada.
Once son los autores que han participado en la elaboración de esta obra coral, todos ellos de muy distinta procedencia y estilos y de generaciones variadas. Algunos escriben de sus propias mascotas y otros lo hacen de animalillos ajenos que ya han alcanzado hasta un cierto estatus literario. Hay relatos divertidos, otros tiernos, algunos muy personales, un par de ellos estremecedores, y todos rezuman literatura y buen hacer. Por las páginas de este libro desfilan, ladran y maullan una galería de animales ciertamente singular. Antón Castro nos habla del perro más querido de lord Byron, Boatswain, a quien dedicó un hermoso epitafio ("Aquí reposan / los restos de una criatura / que fue bella sin vanidad, / fuerte sin insolencia, / valiente sin ferocidad, / y tuvo todas las virtudes del hombre / y ninguno de sus defectos") y mandó construir una tumba especial en la mansión familiar de Newstead Abbey. Carlos Pardo escribe sobre Ariel, un perro que apenas cabía en una mano cuyo amo era Jules Laforgue. Pilar Adón dedica sus páginas a Virginia Woolf y a Elizabeth Barrett Browning, y a Shag, y a Pinka, y al perrito más literario que existe: Flush. Decía Virginia Woolf sobre su relación con Pinka cuando ésta murió: "Ocho años compartidos con un perro tienen que significar algo. Supongo... ¿Es una parte de nuestra vida lo que está enterrado en el jardín? Esos ocho años en Londres, nuestros paseos, un fragmento de nuestra vida privada... ¿es eso lo que ha desaparecido?". José Carlos Llop escribe sobre los lémures y hurones (el más british era el llamado La Rosa de Inglaterra) de Cyril Conelly; Soledad Puértolas sobre sus perros Moss, Coti y Lura, y recuerda a la perra Tulip de J. R. Ackerley. Marta Sanz se entrega a sus gatos en dos pequeños relatos: "Gatos" y "La gata cautiva". El primero de ellos, en el que narra la muerte de dos de sus mininos, es tierno y sobrecogedor. (Esta bibliotecaria ha sufrido con Marta en todas sus líneas, especialmente cuando dice: "Me sentiré culpable de no haber acariciado a mi gato hasta el último momento"). Ignacio Martínez de Pisón habla de Mateo, su perro cantante. Con el corazón en un puño leemos el cuento que Andrés Trapiello dedica a su perra Mora, que esperó a sus amos para morir y les hizo entrega de su muerte como su más preciado don. El recientemente fallecido Félix Romeo (a quien está dedicado el libro) nos muestra el variado zoológico de los Bowles; Berta Marsé escribe sobre Charlie y Diótima, el perro y la gata de Truman Capote; y Andrés Ibáñez recuerda a Teodoro W. Adorno, el gato de Julio Cortázar. Cierran el volumen dos índices: uno sobre los protagonistas del libro y otro sobre los escritores que han participado en él. En un precioso colofón los editores rinden un pequeño homenaje a los perros y gatos de ellos y de sus colaboradores. Falta en la recensión el último fichaje de Errata naturae, una preciosa perrita llamada Zola (por Monsieur Émile) que acaba de llegar a la editorial.
Perros, gatos y lémures es una lectura deliciosa. Los editores de Errata naturae han demostrado su oficio sobradamente (en realidad, lo llevan haciendo desde que en 2008 montaron la editorial) ideando este libro, al que fácilmente cabe imaginar una segunda parte. En ella podrían estar, por ejemplo, las mascotas de dos Emilys: Keeper, que acompañaba a Emily Brontë en sus paseos por los páramos; y Carlo, el terranova con el que Emily Dickinson paseaba por el jardín de su casa. Emily Dickinson señaló siempre que los perros son mejores que las personas, "they know --but do not tell".

Colección de perros, gatos y sus escritores


Daphne du Maurier
George Bernard Shaw
Jack Kerouac
Jean-Paul Sartre
John Cheever y Flora
Leonard Woolf y Pinka
Truman Capote
Virginia Woolf y Vita Sackville-West

Gala (23/4/98-27/7/08), compañero de fatigas de esta bibliotecaria


domingo, 6 de noviembre de 2011

Reina Lucía: la monarquía del té, el cotilleo y la cultura de segunda mano


En el apacible pueblo de Riseholme, en plena campiña inglesa, gobierna como reina indiscutible y con benévola majestad Emmeline Lucas, Lucía para sus amigos. Emmeline (cuyo lema en la vida es «La gente laboriosa tiene tiempo para todo») hace y deshace, critica y alaba, organiza, dispone, prepara, celebra, etcétera, etcétera, con la ayuda de su leal marido, Philip (con el que habla un fluido italiano en la intimidad), y de su fiel vasallo, Georgie Pillson, un petimetre aficionado al petit point, a la acuarela y al cotilleo. La vida transcurre agradablemente (deliciosos tés, veladas en el jardín, fiestas en honor de Shakespeare, cuadros dramáticos improvisados, conversaciones en la plaza del pueblo...) hasta que Daisy Quantock, rival de Lucía y firme seguidora hasta ese momento del Cristianismo Científico, revoluciona Riseholme con la llegada de su gurú, un nativo de la India que desata en el pueblo la fiebre del yoga. El reino de Lucía empieza a tambalearse y acaba por convertirse en un desastre cuando aparece en escena Olga Bracely, una cantante de ópera que incluso amenaza la peculiar relación de vasallaje entre Emmeline y Georgie. La inefable Lucía ve peligrar su trono, una circunstancia de todo punto inadmisible, y se entrega a la tarea de restaurar en Riseholme su omnipotente influencia con todas las armas que tiene a mano, aunque ello suponga llevarse por delante a todo aquel que ose discutir su supremacía.
Reina Lucía, publicada en 1920, es una deliciosa sátira sobre la pretenciosa burguesía rural británica. Es el reflejo divertido, entre el característico humor cruel y una amable burla, de la vida esnob y pretendidamente culta de la sociedad inglesa de principios del siglo XX. Su autor, Edward Frederic Benson (cuya inusual biografía bien podría servir para escribir una novela), era un discreto escritor de relatos de terror que alcanzó éxito y fama precisamente con esta obra, que inaugura la serie de Mapp & Lucia, a la que siguieron otras seis novelas y dos relatos.
Los entusiastas de la literatura inglesa siempre estamos de enhorabuena con las publicaciones de la editorial Impedimenta. Aunque sería más justo ampliar el target (como dicen los expertos) y añadir a todos los entusiastas de la buena literatura: la elección de títulos, el esmero en las traducciones (en este caso, a cargo de José C. Vales), el cuidado en la edición, el buen gusto en las cubiertas (la de Reina Lucía es una fantástica descripción de la novela), el acertado merchandising, las placenteras y entretenidísimas presentaciones de sus libros (esperamos una nueva sesión de frenesí anglosajón) y sus trabajados book tráilers (a cargo de Cristina Martínez Delgado) reconcilian al lector con el mundo editorial.
Como dijo la maravillosa Nancy Mitford: «Pagaríamos todo lo que nos pidieran por los libros de Lucía».

De acuerdo con el burdo materialismo cartográfico, Riseholme podría tal vez incluirse en el reino de Gran Bretaña, pero, en un sentido más real y preciso, lo cierto es que formaba un reino íntegro en sí mismo, y su reina era indudablemente la señora Lucas, que lo gobernaba con una autocracia firme, satisfecha al contemplar cómo mientras tanto se derrocaban tronos y las coronas imperiales giraban en torbellinos como hojas secas zarandeadas por los vientos otoñales. La reina de Riseholme, más afortunada que el mismo zar de Rusia, no tenía necesidad ninguna de temer el furibundo veneno del bolchevismo, puesto que no había en toda la marmita, donde la cultura bullía tan placenteramente, ni una sola burbuja de fermento revolucionario. No había aquí ni pobreza ni descontento, ni una sola amenaza soterrada de sublevación. La señora Lucas, hacendosa y tranquila, trabajaba más que cualquiera de sus súbditos, y ejercía un control que era popular y dictatorial en la misma medida.

Benson, E. F., Reina Lucía [Queen Lucia], Impedimenta, Madrid, 2011. Traducción de José C. Vales. Rústica con sobrecubierta, 352 páginas.