Edith Wharton nació en Nueva York en 1862 y falleció en Francia en 1937. La privilegiada situación económica de su familia le permitió recibir una excelente formación y viajar por todo el mundo, especialmente por la Vieja Europa, donde acabó residiendo. Su vida personal fue tortuosa y siempre se mantuvo en un difícil equilibrio entre lo que se esperaba de ella y lo que realmente quiso hacer. Habitual colaboradora en diferentes publicaciones periódicas, a partir de 1905 saltó a la fama por su novela
La casa de la alegría, que obtuvo rápidamente un gran éxito. Conoció y trabó amistad con lo más granado de su época, literariamente hablando, y entre la nómina de sus mejores amigos figuraban desde Henry James a Francis Scott Fitzgerald. La crítica y la historia literaria siempre ha ensalzado su estilo narrativo, su fina ironía a la hora de retratar a la clase alta de la sociedad (a la cual pertenecía) y la hondura psicológica de sus personajes. A pesar de todas estas características y la evidente brillantez de su escritura, Edith Wharton pasó bastante desapercibida hasta que, en 1993, Martin Scorsese dirigió
La edad de la inocencia, película basada en la novela homónima de la autora, que alcanzó un éxito clamoroso e hizo que se revalorizara su figura.
Aun cuando cualquiera de las novelas de Edith Wharton (espléndidamente publicadas la mayoría de ellas por la editorial Alba) daría para varias entradas en esta biblioteca, traemos aquí en esta ocasión a la célebre escritora por un opúsculo de apenas cuarenta páginas titulado El vicio de la lectura y publicado por José J. de Olañeta en su colección Centellas. Se trata de una colección de «libros mínimos», con un formato de 9 x 14 centímetros.
El vicio de la lectura se publicó originariamente en 1903 en la North American Review. Han transcurrido ciento ocho años y las apreciaciones que Edith Wharton vertió en este artículo siguen plenamente vigentes en el siglo XXI. En El vicio de la lectura, la autora hace un análisis pormenorizado de lo que ella llama «el lector mecánico» frente al denominado «lector nato» y el daño que el primero hace a los libros, a la literatura y a los escritores. El lector mecánico es aquel que se impone la obligación de leer y sus lecturas están determinadas por la vox pópuli, es decir, se ocupa sólo o principalmente de los libros que superan los cien mil ejemplares vendidos. El deseo de estar al corriente de todo es el principal incentivo de este tipo de lectores y cuando se dedican a discutir, alabar, condenar o criticar un libro lo hacen desde la ignorancia. Como señala la autora: «El error del lector mecánico es creer que las intenciones pueden sustituir a la aptitud». El lector mecánico está orgulloso de la cantidad de páginas que devora, aun cuando ni siquiera sea capaz de saber si un libro le gusta o no, puesto que cree que su obligación es acabárselo y siempre podrá contestar triunfante a la inmortal pregunta del doctor Johnson: «¿Se lo ha leído hasta el final?». En realidad, el problema reside en que este tipo de lector no sabe discernir si un libro merece leerse y hasta que no llega a la última página es incapaz de emitir una opinión. La señora Wharton se explaya sobre la nocividad de este tipo de lectores: al provocar la demanda de escritura mediocre, facilita la carrera de los escritores mediocres («es probable que si sólo leyeran los que saben leer, sólo producirían libros los que saben escribir»); confunde el juicio moral con el juicio intelectual, y con su figura provoca otra, la del «crítico mecánico», que, en vez de elaborar concienzudamente un análisis del tema y del estilo de una obra, se dedica únicamente a resumir el argumento. (La bibliotecaria de Redfield Hall se permite humildemente recomendar la lectura de este opúsculo a muchos de los críticos que escriben actualmente en los suplementos literarios).
La «difusión del conocimiento», clasificada habitualmente con entusiasmo y aprobación universal en la categoría de los progresos modernos, ha dado lugar incidentalmente a la producción de un nuevo vicio: el vicio de leer. Ningún vicio es más difícil de erradicar que el que se considera popularmente una virtud. Entre esos vicios destaca el vicio de la lectura. Se admite de modo general que leer basura es un vicio; pero la lectura per se —el hábito de leer—, nuevo como es, ya está a la altura de virtudes tan acreditadas como el ahorro, la sobriedad, levantarse temprano y el ejercicio regular. [...] La lectura verdadera es una acción refleja; el lector nato lee de forma tan inconsciente como respira; y, llevando la analogía un poco más lejos, la lectura no es más una virtud que el hecho de respirar.
Wharton, Edith, El vicio de la lectura [The Vice of Reading], José J. de Olañeta, Palma de Mallorca, 2010. Traducción de Abel Vidal. Rústica, 48 páginas.